Una carta para el recuerdo: la estación de Zújar - Freila.
Escribo esta que nunca llegara por correo porque los recuerdos no tienen dirección, pero que, cuando pase por donde estaba, dejaré sobre el andén por si alguna vez vuelve.
Y también vuelven mis recuerdos…
Se veía el rastro de humo negro que dejaba tras de sí la locomotora y sonaban a lo lejos pitidos que poco a poco se clavaban en los oídos. Se paraba renqueante el inmenso tren de “tres vagones” que venía de frente y, suerte que venía de frente (como dijo alguien), porque de venir de lado arramblaría con todo y con todos. Luego paraba en la estación unos minutos a saludar y se preparaba a seguir su viaje.
Aquella casi solitaria estación enamoraba. Era como una mujer menuda esperando a su amor que solamente iba y venía dos veces al día a verla, y ella lo esperaba tranquila, sabiendo que más tarde que pronto vendría a visitarla. No era espectacular, famosa o bulliciosa como otras grandes de capital, ni falta que le hacía, porque no necesitaba de eso para ser preciosa y ella tenía lo que nunca podrían tener las otras: un aire tan limpio que la mantenía siempre joven y brillante. No quería oír historias de otras estaciones inmensas, ni de grandes viajes, que para eso era de pueblo y nada más sabía del mundo por lo que contaban los pocos que venían de lejos, pero en cambio era bonita como sólo pueden ser las cosas pequeñas, y orgullosa de cumplir con su cometido de despedir con un “hasta pronto” a los que se iban y recibir con los brazos abiertos a los que llegaran. Siempre con una sonrisa muy cálida en los veranos y muy gélida en los inviernos, pero siempre sonriente esperando que por sus venas de acero llegara su tren. Con su andén casi siempre vacío oteando el Altiplano en su vía de paso y mirando su otra vía muerta.
Estación de viajes cortos, de encuentros que poco a poco fue de desencuentros, pues muchas almas partían mirando al Jabalcón y pensando en su pasado y lo que dejaban atrás sin saber si algún día volverían. De despedidas dolorosas donde se mezclaban al mismo tiempo abrazos y adioses, lloros y besos, alegrías y penas.
Instantes después de sonar la campana de la estación, la inmensa locomotora empezaba a respirar su aliento negro como si estuviera fatigada, como si su pecho ennegrecido no pudiera, pero entonces sacaba su orgullo y poco a poco sus pulmones transmitían al Altiplano su aliento que se diluía entre el azul más claro que unos ojos pueden ver, y empezaba a deslizarse perezosamente por los raíles, mientras algunas veces los pobres se apretujaban en los incómodos bancos de madera que hacían insufrible el largo viaje.
Lleno de tristeza, con el alma pensando en otros tiempos, su viejo y derrotado andén podría contarnos muchas historias anónimas que quedaron prendidas y tantos recuerdos como lágrimas derramadas.
Pero todo eso ya es historia… Murió la estación, murió su tren, murieron las venas de acero que alimentaban su vida… Un día, como una Penélope enamorada, se quedó mirando al andén esperando a que llegara su tren que nunca más llegaría. Pero ella lo sigue esperando igual que siempre, no quiere ver que su tabernilla es dormitorio de borregos, que su tejado ya deja ver en las noches las estrellas, que sus vías no están, que su amante estará de adorno pudriéndose en algún lugar sin vías, que sólo queda su historia…
…Y los recuerdos, porque para los insensibles, los que deberían de mirar por ella, esa ruina no tenía corazón.
Texto Antonio Medina Gueva
Fotografia cedida por http://armunageographic.blogspot.com.es/
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